ETERNA BACALL

             Se nos fue Betty Joan Weinstein Perske en pleno mes de agosto. Y estoy por pensar que nos echó una última mirada de soslayo como para decirnos “si me necesitáis, silvad”. Estaba a punto de cumplir los 90 años, cualquiera lo diría, y casi parecía que empezaba a acostumbrarse a mirar de frente. Era tímida. Al menos eso aseguran las crónicas de aquellos primeros cuarenta en Hollywood, en Broadway y en las pasarelas de la costa este. Era tímida y tal vez por eso le costaba mirar de frente. Pero tenía un coraje a prueba de bomba. A ver si no como se explica que con 20 años, en su primera película fuese capaz de robarle escenas al mismísimo Humphrey Bogart al tiempo que le robaba el corazón.

            Es posible que ese gesto suyo, un poco girado siempre, un poco en escorzo permanente ante la cámara, medio ocultando sus ojos claros, casi transparentes, la hiciese parecer fría, la perfecta compañera de aquellos gansters con los que se acostumbró a alternar en sus primeras cintas. Tener y no tener, El sueño eterno, La senda tenebrosa, Cayo Largo,… no se me ocurren muchos nombres que puedan unir tantos pilares del género en tan pocos años y de una manera tan rotunda. Desde luego, no se me ocurre ninguno otro de mujer.

            Estaban Barbara Stanwyck, pero no tenía su belleza y era demasiado echada para adelante. Estaba Lizabeth Scott, con su melena mal aprovechada y un temor permanente a ponerse a la altura de los protagonistas varones. Estaba Mary Astor, pero el negro no es una opción en estos casos y tenía demasiada tendencia a dejar caer los ojos. Porque una cosa es buscar otra forma u otro ángulo para mirar, como hacía Lauren Bacall, y otra cosa bien distinta es ocultar la mirada bajo una buena capa de asfalto.

Lauren Bacall

Lauren Bacall

            Sí, nos ha dejado Lauren Bacall y de inmediato me puse a recordar sus películas. La primera avalancha me vino en blanco y negro, como recordé en mi Twitter nada más conocer la noticia. En la segunda me acordé de un par de comedias en color. Sublime Mi desconfiada esposa. Entretenida (aunque ella estaba un poco fuera de lugar) Cómo casarse con un millonario. Insuperable, en forma de vaudeville sus encuentros y desencuentros con Henry Fonda en La pícara soltera. Abierto el melón del technicolor me llegaron a la cabeza algunos dramones que me gusta olvidar (y lo hago sin esfuerzo) como Escrito sobre el viento o La tela de araña. Pero también experimentos más o menos comerciales que me gusta revisitar de vez en cuando como Harper, Pret-a-Porter, Cita con la muerte,… Si bien, hablando de películas basadas en novelas de Agatha Christie, nada puede superar a ese Asesinato en el Orient Express que son palabras mayores y en donde la Bacall rompe varias costuras casi sin despeinarse. Siempre me intrigó su melena, por cierto, conservada en perfecto estado hasta sus últimos días.

El trompetista. 1950. Michael Curtiz

El trompetista. 1950. Michael Curtiz

            Me pareció poca cosa para alguien de quién conservaba semejante buen recuerdo y revisé mi videoteca encontrándome una cinta que me había pasado un buen amigo para la que todavía no había encontrado tiempo, El trompetista. Es de las de blanco y negro pero es el primer intento por salirse del cine negro que había marcado su primera década en el cine. Y no he pretendido hacer un juego de palabras. Y me puse a ello. Prescindiendo de Doris Day, pobrecilla, porque nadie le dijo nunca que lo suyo era cantar, a poder ser sólo en discos o por la radio, el trío encargado de la cosa merece todos los respetos. Bacall, Kirk Douglas y Michael Curtiz a los mandos. No es el momento de entrar en detalles pero échale un vistazo en cuanto tengas ocasión. Merece la pena.

Kirk Douglas

Kirk Douglas

 Y… sí, ahí estaba ella. Más curtida, más juvenil, más apetecible, dentro de la oscuridad que tenía el personaje. Y mirando en escorzo. ¿Alguien puede mirar así un par de metros antes de besar y mantener la compostura? Es increíble. Ella lo hacía como nadie. No me extraña que sacase de quicio al personaje de Douglas. Por cierto, dos años más joven que ella pero absolutamente incombustible. Empezaron casi a la par y han seguido, de una u otra forma, ante los focos. Ella luciendo su espléndida vejez, ejemplo para muchos. El, demostrando que se puede luchar cada día contra todas las dificultades físicas que te salgan al paso. Hasta re aprender a hablar con 80 años.

Kirk Douglas. Foto de x17online, vía Daily Mail

Kirk Douglas. Foto de x17online, vía Daily Mail

            No me he puesto a hacer recuento pero es muy posible que el hijo del trapero, de origen bielorruso, sea la última estrella de verdad, de aquellas del Hollywood clásico, que queda con vida. Me pasma encontrarme, en las lecturas de estos días, que ni la una ni el otro tienen más que un Oscar Honorífico. Nunca lo ganaron por ninguna de sus interpretaciones. ¡Y todavía hay quién sigue pensando que los Oscars tienen algo que ver con el cine!

            No nos desviemos. Este cuaderno nació para hablar de películas. Así había sido hasta ahora y tal vez así siga siendo superado este paréntesis. Pero algo (y alguien) me ha impulsado a escribir sobre Lauren Bacall. Tal vez porque nunca se le ha hecho justicia. Es posible que ni yo mismo se la haya hecho. La primera vez que estuve en Madrid con conocimiento de causa, hace un cuarto de siglo, me llamó la atención que en un cine del centro, cuyo nombre no recuerdo, ponían una película que se anunciaba como The big sleep. No me sonaba, pero conocía a todos los protagonistas, al director,… Me dio mucha rabia y en cuanto volví a casa (por entonces no había ni internet, ni smartphones ni coñas de estas) me puse a buscar hasta que resolví el entuerto. Desde entonces, El sueño eterno es una de mis películas favoritas. La veo una vez al año, a trozos normalmente, porque me lo pide el cuerpo. Este año cayó en cuanto volví de las vacaciones, el 13 o el 14 de agosto. Y no sé ni sabré si el sueño fue eterno pero Lauren Bacall sí que es eterna. Al menos, para mi.

El sueño eterno. 1946. Howard Hawks

El sueño eterno. 1946. Howard Hawks

TEMPESTAD SOBRE WASHINGTON

Me gustan las películas que tienes que ver varias veces para empezar a apreciarlas en toda su complejidad. Me gusta, a la par que me deja un reposo de cierta incapacidad por mi parte, cuando el cuarto o quinto visionado me descubre otros elementos. Me gusta cuando antes de ver los títulos de créditos finales en el sexto visionado ya estoy planificando el siguiente. Por eso me gusta el cine de Otto Preminger. Sin duda, uno de los directores de más larga, firme, homogénea e interesante carrera en la historia del cine. Uno de los grandes, de verdad.

Allen Drury, autor de la novela, y Otto Preminger, director de la película

Allen Drury, autor de la novela, y Otto Preminger, director de la película

Hablar de cimas en su carrera me parece aventurado porque si la repasas, te vas encontrando con obras maestras a cada paso, casi hasta el final. Pero sin duda Tempestad sobre Washington está entre las grandes. Y no, como se suele resaltar, porque desmenuce la vida política de Washington, con todas sus miserias, convirtiéndose en el mejor antecedente de la impagable El Ala Oeste de la Casa Blanca. Sí, esta cinta da una lección educativa sobre una buena parte del sistema democrático presidencialista de EE UU que todos deberíamos conocer. Con sus miserias y con sus bondades. Pero el abanico de temas abordados por Preminger es casi inabarcable y, sobre todo, lo hace con esa ausencia de maniqueísmo que caracteriza su cine.

 

Otto Preminger en pleno rodaje de Tempestad sobre Washington

Otto Preminger en pleno rodaje de Tempestad sobre Washington

Antes de continuar tengo que advertir que a partir de aquí me voy a dejar arrastrar por la tentación de spoilear sin miramientos. Así que, si todavía no has visto la película, este es el momento de reservarte una tarde tranquila, prepararte una meriendita y disfrutar del mejor cine político, social, humano,… del mejor cine. Y luego vuelves. De aquí no nos vamos a mover.

 

Claro que la tempestad del título se desata por la propuesta del Presidente de nombrar a Robert A. Leffingwell (inmenso Henry Fonda) como nuevo Secretario de Estado. Y claro que la maquinaria del Washington del título se pone en marcha con ese ritmo frenético que contrasta con los suaves movimientos de cámara y los planos largos con los que Preminger nos va dibujando a los personajes. Pero ahí no está lo fundamental. La clave es todo lo que va saliendo a la luz a raíz de esos compases iniciales.

Henry Fonda

Henry Fonda

Descubrimos esa sociedad de sobre entendidos. En la que todo el mundo está al tanto de las apariencias que nos rodean pero disimulan como si el maquillaje fuese la esencia. Esas fiestas de ritos largos, regadas en alcohol en las que los enemigos fraternizan de la forma más diplomática. Gran demostración, por cierto, de la capacidad de los grandes seres humanos para separar nuestras relaciones profesionales, de las sociales, de las humanas, de las personales, de las familiares,…

Descubrimos como la vida privada no debería interferir en nuestra vida pública, pero dejamos que se mezclen ambas cosas con un descuido imperdonable. ¿Cuál es el límite que debe sobrepasar el Senador Lafe Smith (sobrio como pocos Peter Lawford) para que se ponga en cuestión su vida de soltero en la capital?

Gene Tierney y Peter Lawford

Gene Tierney y Peter Lawford

Por qué una pareja con sus deberes y obligaciones cumplidas tiene que jugar al despiste y a las puertas traseras para mantener una relación que a nadie perjudica ni altera ni afecta. Por cierto, el relato de esta historia no sería el mismo sin el Senador, Jefe de la Mayoría, (sobrio, como siempre, Walter Pidgeon) y sin esa Dolly Harrison (encantadora hasta el final Gene Tierney) que ofrece las mejores fiestas de Washington y realiza la más subterránea de las políticas de la capital sin pisar el Capitolio más que de visita.

Walter Pigeon y Gene Tierney

Walter Pigeon y Gene Tierney

Descubriremos hasta donde pudo llegar la obsesión por el anticomunismo en los años 50 y 60 en EE UU y vislumbraremos cuanto pudo enturbiar una sociedad que es mucho más plural (entonces y ahora) de lo que deja ver su sistema de partidos. Pero, sobre todo, nos daremos cuenta como se puede retorcer un hecho menor, un error de juventud, o una decisión equivocada, cuando las reglas se estrujan hasta el extremo. Y ojo porque lo hacen unos y otros. No hay más que ver de que forma se destroza a un ser humano en la persona de Herbert Gelman (casi irreconocible el estimable Burgess Meredith) aunque se haga con las mejores palabras y en el tono más amistoso.

Burguess Meredith y Henry Fonda. Collection Christophel

Burguess Meredith y Henry Fonda. Collection Christophel

Descubrimos que la homosexualidad puede ser un pecado imperdonable. O un lastre de por vida. O una amenaza permanente. Es más. Ni siquiera es necesario ser homosexual, basta con la sospecha de serlo para que tu vida pueda cambiar para siempre. Da lo mismo cuantas cosas hayas hecho bien o muy bien. Es suficiente con que una se salga de esos parámetros para que las consecuencias sean definitivas, dramáticas, trágicas. No se explica de otra forma la forma en la que el optimista Senador Brigham Anderson (muy atinado Don Murray) decide terminar con todo.

Don Murray

Don Murray

Incluso descubrimos como cualquiera puede llegar a Presidente de los EE UU. Sólo es necesario haber nacido en los EE UU (esto no se dice en la película pero lo añado como un extra generoso). Puede llegar a Presidente incluso alguien que no se siente preparado para ello como el Vicepresidente George Grizzard (sobrecogedor Lew Ayres en su esfuerzo por parecer normal).

Lew Ayres

Lew Ayres

Descubrimos que todos podemos mostrar nuestra peor cara llegadas las circunstancias. La conversación del Presidente de EE UU (Franchot Tone) con el Senador Anderson es una buena muestra de hasta donde pueden llegar las cosas. Y es una demostración de algo que le gustaba mucho a Preminger y que se estila poco. Los seres humanos somos buenos y malos. Casi nunca somos de una pieza. Sólo precisamos que las circunstancias (ambientales y personales) nos den la chispa necesaria para que se desencadene una reacción o la contraria.

George Grizzard

George Grizzard

En este inmenso relato, Preminger sólo se permite una licencia. La de dibujar un personaje monolítico como el Senador Fred Van Ackerman (realmente repulsivo George Grizzard) sobre el que hace reposar todas las maldades, torpezas y simplezas de las que un ser humano es capaz, sobre todo cuando se aproxima al poder que tanto desea. Nunca sabe dónde está el límite, dónde está su sitio, dónde acaba su vida y empieza la de los demás. Su propia simpleza queda retratada con esa panda de acólitos que le siguen a todas partes sólo para hacer bulto. Esperando sus despóticos gestos de cabeza para actuar o, simplemente, para moverse.

Don Murray y Charles Laughton

Don Murray y Charles Laughton

Está claro que el abanico temático de Tempestad sobre Washington es inmenso. Pero me he guardado para el final el elemento determinante. La inteligencia. No la que demuestra Preminger al construir el relato, a eso vamos ahora, sino la que destila el personaje más destacado de la trama. Ese Senador Seabright Cooley que parece recién sacado del Senado romano y no sólo porque vista las hechuras de Charles Laughton en el que, desgraciadamente, fue su testamento cinematográfico. Pocas veces te encontrarás en la pantalla un personaje mejor construido que este. Desde su forma de vestir a su forma de hablar pasando por sus gestos, sus silencios, sus movimientos y sus relaciones con el resto de protagonistas. Es una cumbre que se corona en la última escena de la película con un gesto tan rotundo como poco habitual. Los intereses generales siempre tienen que quedar a salvo. Lo general, lo de todos, siempre debe prevalecer sobre las pequeñas cuentas personales de cada uno. Por mucho que este en juego y por mucho que hayas esperado para cobrártelas.

Tempestad sobre Washington

Tempestad sobre Washington

Sí, sin duda Seabright Cooley es el protagonista real de la película, junto a la propia capital claro. Pero mientras la ciudad es una protagonista silenciosa que se deja mecer por la cámara de Preminger ahora en planos suaves, amplios, descriptivos, ahora en movimientos de grúa o en zooms de aproximación, el Senador Cooley nos deja los mejores discursos y algunas de las mejores reflexiones de la película. Basta con ver la primera escena de la cinta para comprobar que la carga de mensajes reposa en los caídos hombros de este anciano que ha hecho del Capitolio su casa después de 40 años como senador.

Pone Seabright Cooley otra nota distintiva con sus trajes claros y arrugados durante todo el relato. Trajes claros que dotan de color a un cinta rodada en blanco y negro. No cabía otra alternativa en ese año 1962 para retratar la vida política del país. Pero la fotografía de Sam Leavitt es poderosa, cargada de matices y evoluciona de la claridad y la luminosidad del principio a la oscuridad y las sombras del final. Sólo el hemiciclo mantiene el tono. Como queriendo destacar que es el gran mojón inmutable al que asirse en momentos de tempestad.

Tempestad sobre Washington

Tempestad sobre Washington

Como casi siempre, Otto Preminger se apoya en un libro para construir su relato, aunque lo llena de su carga personal. En este caso se trata de una novela de idéntico título que la película en su versión original, “Advise and Consent”, escrita por Allen Drury y que le valió el Premio Pulizer en 1960. Drury se había convertido en un notable cronista político antes de dar el paso a la novela y el pulso de este relato da buena cuenta de ambas cualidades.

Charles Laughton y Walter Pidgeon

Charles Laughton y Walter Pidgeon

Y como casi siempre hay que prestar atención a la banda sonora de la película. No sólo porque suene la voz de Frank Sinatra, siempre interesante, no sólo porque Jerry Fielding complete un gran trabajo, sobre todo porque no se puede entender el cine de Preminger sin esa música que se cuela en nuestros oídos sin que nos demos cuenta.

Este repaso sería incompleto si no tuviésemos en cuenta la mano de Saul Bass en los títulos de crédito y en los carteles originales que promocionaban la cinta. Ya le he dedicado algún elogio en este mismo cuaderno pero es que la colaboración entre Bass y Preminger nos ha dejado algunos de los mejores trabajos de la historia del cine. Y es especialmente destacable si tenemos en cuenta que Bass no es sólo un cartelista. Es un diseñador en toda su extensión.

Los años sesenta fueron muy fértiles en lo que al cine político se refiere y abordándolo desde muchas perspectivas: ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, Siete días de mayo, Punto Límite, … Pero en ninguna de ellas se abordan tanto elementos como en Tempestad sobre Washington. Es más, como queda dicho, la cinta de Preminger abre el camino, con mucha antelación, al cine político que luego devino en series políticas que han ilustrado a varias generaciones y que han cobrado un peso didáctico impagable. Tal vez por eso, porque con esta película también aprendemos democracia, no podemos dejar pasar la ocasión de echarle un vistazo. Y mucho mejor si es más de uno.

TRAIDOR EN EL INFIERNO

Llegará un día en el que dejemos de ver a Billy Wilder como el rey de la comedia. Entre tanto, deberemos seguir analizando su cine desde esa premisa hasta que nos demos cuenta de que todas sus películas tienen un hilo conductor básico, el análisis de la condición humana. Ya vimos, al hablar de Uno, dos, tres que tras su aparente simplicidad, las obras del vienés están construidas con gran habilidad. Poco importa que se inspirase en obras de teatro o literarias ajenas. Poco importa que trabajase con Charles Brackett, con I.A.L. Diamond, con Harry Kurnitz, con Raymond Chandler o, como en este caso, con Edwind Blum. Billy Wilder lograba siempre dibujar las interioridades del ser humano con la mano diestra del que tiene acceso a rincones escondidos que todos tenemos.

El pequeño gigante se apoyaba en la comedia para hacernos más digeribles esas autopsias anímicas que nos ofrecía en un par de horas del mejor cine. Y se servía de los géneros, unas veces para utilizarlos, otras para interpretarlos, otras para ampliar sus miras y las más de las veces para darles la vuelta como un calcetín.

Stalag 17

Los espectadores menos avezados tendrán en mente la mediocre “La vida es bella” como la quinta esencia del humor llevada a la dramática convivencia de un campo de concentración alemán durante la segunda guerra mundial. Otros, algo más avispados, recordarán la muy estimable “La gran evasión”. Pero unos y otros deberían ver esta Traidor en el infierno para darse cuenta de que casi todo está ya inventado por Wilder.

Estamos pues en el género de las películas de la Segunda Guerra Mundial, subgénero campos de concentración, subgénero sobrevivir a toda costa. Pero siempre utilizando el humor para dar pie a las situaciones más dramáticas y para exponernos las condiciones más adversas a las que se puede enfrentar el ser humano. Un ejercicio como ese que hacían nuestras madres para disimularnos la medicina en medio de un trocito de bizcocho para que no notásemos su mal sabor pero nos hiciese el mismo efecto.

Traidor en el infierno

Aquí tenemos un grupo de presos, empeñados en salir de su encierro, en hacerle las cosas muy difíciles a sus carceleros y en tratar de mantener una vida lo más normal posible dentro de las condiciones extremas de su cautiverio. Tenemos a una unidad de nazis absolutamente crueles que recurren a todos los subterfugios y artimañas para mantener bajo control a esos presos. Y tenemos la difícil convivencia de los intereses particulares y los intereses generales dándose de bofetadas como suele ser habitual. Casi siempre, los palos más duros se los llevan los más débiles.

Tenemos al cruel Comandante del campo, al jefe de unidad aparentemente amigable, al jefe de barracón hiper responsable, al preso bromista, al preso eternamente cabreado, al que siempre va a lo suyo, al aristócrata, al tonto del barracón, al bonachón, al que siempre está de buen humor, al correo,… Y tenemos dos perfiles imprescindibles, por más despreciables que nos parezcan a casi todos: el chivato y el cínico. Estoy viendo lo difícil que va a ser terminar esta crónica sin hacer spoiler!

Otto Preminger

Otto Preminger

En honor a la verdad hay que decir que la obra de teatro de Donald Bevan y Edmund Trzcinski ya contaban con casi todos los elementos esenciales descritos. Pero también hay que considerar cómo encajó Wilder a los actores en esos roles, y cómo les sacó partido. En el caso de Otto Preminger (excelso director que se puso ante las cámaras en una docena de ocasiones) cedió su acento y sus rasgos duros así como su desapego y su dualidad al personaje del Comandante Von Scherbach. Sus palabras son de un contraste brutal con sus acciones. Porque, ojo, hay escenas de una endiablada crueldad en esta película. Pero sin necesidad de violencia gratuita o de sangre gratuita.

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En una cinta coral como esta es difícil detenerse en todos los protagonistas, pero merece la pena resaltar algunos elementos. Unos porque nos ofrecen ese contrapunto en situaciones imposibles como las que viven los personajes. Ahí destacan la pareja Harvey Lembeck y Robert Strauss. Este tipo de contrapuntos siempre funcionan mejor de dos en dos. Como ocurre con los dos miembros que reparten el correo entre los barracones. En la misma línea se mueve el personaje del Sargento Bagradian interpretado por Jay Lawrence. En esta ocasión se basta el solito para dar cuerpo al tema, gracias a los múltiples personajes a los que imita.

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Pero el triángulo clave descansa entre el Duque, al que da vida Neville Brand, el Sargento Price, jefe de información del barracón, al que pone cara Peter Graves y el foco de todas las iras y envidias, el Sargento Sefton, al que que prestó ademanes, contra su voluntad, William Holden.

Holden no quería el papel. Demasiado cínico, demasiado descreído, demasiado individualista,… demasiado de todo, pensaba. Pero el estudio no le dio opción y completó uno de los mejores papeles de su carrera. Lleno de matices en lo gestual, en lo físico y en lo verbal. Las poderosas facciones de Holden plantan cara a la vida. A  una vida cada vez más dura. Y se la terminan partiendo.

William Holden

William Holden

Neville Brand cede sus facciones duras a uno de esos personajes permanentemente mal encarados. Que no pueden suavizar el gesto ni para disculparse. Y Peter Graves, todo lo contrario, con su apostura y su belleza completa el perfecto chico bueno que nunca ha roto ni romperá un plato.

En esta película casi todo es así. Por más que disimulemos es todo un juego de imposturas porque todo el mundo sabe perfectamente que incluso las reglas secretas son conocidas por todos. Las fugas están controladas para ser abortadas, la radio rueda por los barracones con la anuencia de los guardianes, las visitas de la Comisión de Derechos Humanos de Ginebra llega en el momento oportuno, el doble fondo del cubo y la pata de palo del correo son conocidos por todos… Es el juego perfecto de las cartas marcadas.

La clave del tinglado está, como tantas veces, en los primeros segundos de película. Esos en los que Wilder vuelve a recurrir a un narrador que nos pone en situación. Y la elección de ese narrador es clave. Ya lo fue en El crepúsculo de los dioses o en El apartamento, pero en este caso no nos damos cuenta de su importancia hasta el segundo visionado. Sólo diré que Wilder nos sirve los ojos más puros e inocentes del campo 17 para que veamos la película como debemos verla. Por cierto, no soy nada integrista pero mejor si la vemos en versión original, aunque cueste un poco.

Stalag 17

Te voy a decir una cosa. Pocas veces incluyen a Traidor en el infierno entre las mejores películas de Billy Wilder. Ni siquiera él se sentía especialmente orgulloso de ella. Pero si no la ves, te vas a perder una gran experiencia y no está el cine como para andar perdiendo el tiempo. Así que dale una oportunidad.

CALUMNIA QUE ALGO QUEDA

Es curioso como tantas veces la realidad y la ficción se enredan sobre si mismas en una espiral interminable en la que ambas terminan confundiéndose. En esos casos, las grandes líneas se difuminan y sólo los matices, las sutilezas, ofrecen la esencia de cada uno. Esas esencias que son las que perduran con el paso de los años.

La vida y la obra de Lillian Hellman es un poco así. Con elementos reales que parecen de ficción y elementos ficticios que sugieren un origen en la realidad. Pero es que, además, la relación de Hellman con el cine introduce un tercer elemento que lo vuelve todo más confuso.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Lillian fue una escritora y dramaturga precoz. Inmersa siempre en un ambiente de relaciones y amistades literarias que le llevaron a sumergirse también en el Hollywood de los años 30. Así es como consolidó una sólida carrera literaria con constantes incursiones en el cine que se prolongó hasta la década de los 80.

Julia. Fred Zinnemann, 1977

Julia. Fred Zinnemann, 1977

En 1977, Fred Zinnemann llevó al cine una parte de su biografía de juventud en la película Julia, con Jane Fonda en el papel de la propia Lillian. Una cinta notable sin duda. Notable por su director. Notable por su guión, premio de la Academia al mejor adaptado. Y notable por sus interpretaciones. Tanto que Jason Robards y Vanessa Redgrave se llevaron los dos Oscars de reparto ese año. La poderosa interpretación de Vanessa quedó marcada, sin embargo, por un discurso de aceptación innecesariamente político que lastró su carrera durante años.

De nuevo estamos en la espiral. El compromiso político de Hellman también le trajo problemas a lo largo de su vida. Pero los contactos de la escritora con el cine se remontan a 40 años atrás, cuando William Wyler decide llevar al cine el primer éxito en teatro de la autora. Corre el año 1936 y Wyler decide, con la propia Lillian, dulcificar la historia que si podía haberse visto sobre las tablas con toda su carga. Esos tres convierte una historia de lesbianismo en una de infidelidad (tanto sexual como de amistad) para mantener la visión crítica sobre las reacciones sociales.

Esos Tres. Vía prospectosdecine.com

Esos Tres. Vía prospectosdecine.com

El resultado, aunque interesante, no fue satisfactorio y un cuarto de siglo después, ambos, director y autora, deciden meterle mano de nuevo a The Children’s Hour para devolverle su espíritu original. Y Wyler no escatima. Sobre todo en el reparto. Audrey Hepburn, en su último papel en una cinta en blanco y negro, y Shirley MacLaine, en su primer papel netamente dramático, ofrecen sus rostros a unos poderosísimos primeros planos que son la esencia, más que los diálogos, de esta película.

Shirley MacLaine y Audrrey Hepburn en La Calumnia, 1961

Shirley MacLaine y Audrrey Hepburn en La Calumnia, 1961

Curioso.

No podía haber escogido dos rostros más expresivos, cinematográficos, vitales, parlanchines para sus propósitos. Haciendo honor a esa máxima que dice que la cara es el espejo del alma, William Wyler va desnudándonos el alma de los distintos personajes en cada uno de los primeros planes. Algunos casi ofensivos. Y eso que comenzamos viendo la amplitud del Rancho Shadow donde transcurre lo esencial de la acción. El director nos guía con mano maestra por esa multitud de espacios abiertos pensados para la convivencia, para compartir, para socializarse diría ahora más de un cursi. Es como si Wyler nos estuviese indicando “fijaros bien porque lo que vamos a contar no tiene nada que ver con todo esto, amigos”.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Todo lo que tiene valor en esta historia está visto muy de cerca. Al microscopio. Todo con detalle. Como si no hubiese otra forma de diseccionar el alma humana. Ese alma que nos lleva a hacer amigos, a tener relaciones entre sexos, a tolerar a nuestra propia familia. Ese alma que en ocasiones es tan firme hacia fuera como quebradiza hacia adentro. Ese alma que nos lleva a seleccionar con quieres queremos relacionarnos y con quienes no.

Dominan, en esta historia, las almas femeninas. Poderosas, son ellas las que estructuran la propia sociedad en la que se desenvuelven. Desde lo menos importante, aparentemente, como es el internado de señoritas regentado por Martha y Karen, hasta lo nuclear, como las relaciones de las distintas familias que dan o quitan credenciales para moverse por la sociedad.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Los hombres son de pega. Van y vienen pero sólo hacen y deshacen al dictado de ellas. Son chóferes, son maridos que ejecutan los encargos, son repartidores, más interesados por los cotilleos de barrio. Intenta salirse de esos esquemas el pobre doctor Joe Cardin (probablemente James Garner es lo más flojo de la película, el que peor soporta esos primeros planos tan necesarios y fundamentales. El de gestualidad más maniquea), pero con poco éxito. Sólo una decisión tomará y rectificará el solito, cayendo en su propia trampa.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Curioso que una cinta tan cargada de tensión emocional (y sexual), el contacto físico sea tan liviano, casi inexistente. Y que las manos jueguen un papel tan secundario. Casi siempre entretenidas con quehaceres domésticos (la plancha, la aguja, el té,…), en posiciones formales (reposadas sobre las rodillas, entrelazadas, sosteniendo unos libros,…), o haciendo de barrera protectora, de parapeto, ante lo que está ocurriendo (no perdamos de vista las diversas formas de cruzar los brazos que adoptan los personajes, sobre todo Audrey y Shirley).

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Todo es sutil y matizado en La Calumnia. Todo salvo la grosera mentira y la no menos grosera reacción que provoca. Sutil es el vestuario de Dorothy Jeakins, merecedor de una nominación a los Oscar. Jugando con los matices de grises para colorear el alma de los protagonistas a medida que avanza la trama. Modificando el corte y confección como parte del descenso a los infiernos de las protagonistas y dibujando la transformación de Martha de una forma sutil y refinada.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Sutil la fotografía de Franz Planer en su último trabajo. Con un blanco y negro que había descuidado durante 10 años pero al que supo sacarle partido. Tanto en las tonalidades como en la iluminación de las escenas de interior. Al principio vemos los colores del rancho, del parque, de la escuela. Poco a poco nos vamos quedando a oscuras. La mayor luminosidad no siempre está en el lugar adecuado y Planer nos lo subraya con una cierta sensación de irrealidad. Y la oscuridad interior de los personajes se proyecta con creciente insistencia hacia el exterior.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Y sutil es la dirección de William Wyler que venía de coronar su carrera con una obra tan poco sutil como Ben-Hur. Mayor valor, por lo tanto. Pasando de esos espacios máximos, abiertos, inabarcables, a las no menos inabarcables complejidades del alma humana. Llama la atención la capacidad de adaptación de este director, grande entre los grandes, que iba casi a película por año, todas estimables, todas diferentes, todas interesantes,… todas sutiles.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Tan sutil como la elección del reparto. En buena medida, sin duda, achacable a él aunque tuvo mucho que decir la no acreditada Lynn Stalmaster. Pero Wyler fue poniendo cada pieza en su sitio con mimo. Recurrió a las protagonistas de la primera versión para papeles secundarios. Miriam Hopkins, que había hecho el papel de Martha en 1936, se hizo cargo del de su tía Lily Mortar. Merle Oberon rechazó, en cambio, meterse en la piel de Amelia Tilford. Y Fay Bainter salió ganando con el cambio.

La Calumnia, 1961

La Calumnia, 1961

Mención especial merecen las dos pequeñas co-protagonistas. Karen Balkin lleva la maldad escrita en sus ojos. Esa maldad infantil que resulta tan natural como aterradora. Es esa misma maldad que caracteriza a las sociedades hipócritas, malcriadas, despóticas e infantiloides que nos caracterizan. Esas sociedades que se escandalizan, que sentencian sin juicio y que no saben pedir perdón y, mucho menos, reparar los problemas que han generado. Hay están buena parte de las lecciones de esta historia. Veronica Cartwright, en cambio, es capaz de trasladarnos el sentimiento de culpa escondiendo sus ojos. Un verdadero prodigio. Lo de menos es cuando rompe a llorar. Lo de más es la tensión inaguantable que transmite su rostro.

Con estos mimbres es difícil entender como La Calumnia no aparece en las recomendaciones del buen cine y después de unas cuantas revisiones, sólo me cabe decir que le ha perjudicado el tema tratado y la transparencia con la que lo trata. A nadie nos gusta que nos pongan delante un espejo en el que ver lo peor de nosotros mismos. Los pepito grillo están llamados a desaparecer o permanecer en un segundo plano en el mejor de los casos y William Wyler lo sienta a nuestro lado para compartir hora y 45 minutos de desnudo integral del alma humana. Demasiado.

Ese paseo final de Audrey Hepburn, con el rostro marcado por todo lo ocurrido, por todo lo vivido, por todo lo sufrido, ese rostro con el que se cierra la película (que no la historia), ese rostro merece estar en las antologías del cine. Dice más, ese plano, ese rostro, que la mayoría de las películas rodadas desde entonces.

ENEMIGO LOBO

Martin Scorsese siempre ha sido un creador excesivo, pero esta vez, el engendro se le ha ido de las manos.

Martin Scorsese

Martin Scorsese

Hace algo más de una década que el neoyorkino ha depositado casi todo su cine en Leonardo Di Caprio y ese es, precisamente, el único acierto de esta cinta. Leo vuelve a sostener el andamiaje con solvencia (aunque repite muchos ticks de El aviador, de Atrápame si puedes, de Shutter Island y de Infiltrados entre otras. Pero Di Caprio no sólo es lo mejor de la película sino lo único salvable. Todo lo demás es perfectamente prescindible.

Leonardo Di Caprio

Leonardo Di Caprio

Pocas veces le ha fallado a Martin Scorsese la estructura en sus relatos y esta vez le falla estrepitosamente. No se entiende el inicio con un flashforward; ni se acuerda de dibujar la construcción del personaje; ni justifica sus evoluciones; ni tiene sentido el recurso a la voz en off (más parece una decisión desesperada para hacer avanzar la trama cuando no sabe como hacerlo de otra manera); ni están justificados determinados engaños al espectador, por mucho que en algunos casos arranquen una carcajada al público.

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

Da la sensación que el desmadre que está narrando se le ha contagiado. Y podríamos llegar a pensar que se trata de una decisión voluntaria de no ser porque tal desmadre se manifiesta en otros elementos nada justificables. La película está mal rodada. La mayor parte de las secuencias, comenzando por las que son claves en el desarrollo de la trama, no están planificadas. La edición de las escenas parece hecha por cualquier principiante que desconoce las más elementales reglas de la narrativa audiovisual y se cometen errores imperdonables que distraen del relato hasta al espectador más perezoso.

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

No deja de ser sorprendente que sea Thelma Schoonmaker la encargada de la edición. Una mujer que arrastra 3 Oscars a lo largo de su carrera, todos por películas de Martín Scorsese: Toro Salvaje, El Aviador e Infiltrados. Algo que no debe sorprendernos puesto que lleva casi cuatro décadas trabajando con él.

Recae directamente en el debe de Scorsese la mala planificación también de las escenas principales. Largas. Innecesariamente largas. Carentes de interés muchas de ellas. Repetitivas y aburridas la mayor parte de las veces. Recae sobre él también el haberse centrado en algunos aspectos estéticos más o menos llamativos sin engranarlos en el relato. Interés cero el viaje en barco por el Mediterráneo salvo por la escena del naufragio que no aporta nada a la historia.

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

Recae en su debe el abusar de cierta provocación gratuita. Ya sé que el objetivo es reflejar los excesos de esa gentuza durante esos años, pero son perfectamente innecesarios y explícitos. ¿Dónde queda la capacidad y la habilidad para sugerir haciendo cómplices a los espectadores? No voy a caer yo en la trampa de decir que se trata de una película misógina que degrada a la mujer hasta convertirla en un simple felpudo de las aberraciones más dispares de personajes decadentes, pero no entiendo que necesidad hay de contemplar como se depositan gramos y gramos de coca en el chumino de una propia por muy bello que sea el plano de sus posaderas ocupando toda la pantalla.

Sí, quien vaya a verla debería preparar su estómago y sus tragaderas. Y lo peor es que la mayor parte de esas escenas aportan poco o nada al relato más allá de demostrar el desprecio más absoluto que tienen los compadres, perfectamente rastreros y barriobajeros en su conjunto, por las mujeres que les rodean. Sólo son de utilidad sus culos, sus pechos y sus coños. Todo tan edificante como necesario.

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

Y que nadie piense que es me he escandalizado. Para nada. Es más, incluso me he reído viendo El lobo de Wall Street pero tengo 200 o 300 fórmulas para pasar un buen rato y reírme sin tener que recurrir a 179 minutos de los que sobran más de 100. Congelados y ralentizados incluidos.

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

Entre lo que resulta salvable tenemos algunos de los diálogos. No muchos, pero alguno hay. Y ahí se nota la mano de Terence Winter, curtido en Los sopranos y en Boardwalk Empire. Pero tal vez tenga ahí su penitencia. Todo lo que luce en algunas conversaciones vibrantes y picadas, llenas de pulso, lo pierde en monólogos largos e interminables. Como si no hubiese sabido adaptarse del todo en su paso de la televisión al cine. Es posible que el libro del propio Jordan Belfort en el que se basa el guión ofrezca buenos mimbres para construir la historia, pero en alguna de las reescrituras, se fueron deteriorando esos mimbres.

El libro El lobo de Wall Street

El libro El lobo de Wall Street

El resto, no deja ninguna huella en el espectador. No hay fotografía en esta cinta. Ni en exteriores ni en interiores. Es como un collage deslavazado que no aporta coherencia al relato. No hay actores que tengan ni un minuto de valor en la historia. En cuanto empiezan los créditos olvidas sus caras, sus nombres, sus papeles y su participación en el relato. Eso en el caso de ellos. En el de ellas sólo recuerdas culetes corriendo de lado a lado de la pantalla y pechos en todas las tallas entre la 80 y la 120 rebotando en casi todos los escorzos posibles.

El lobo de Wall Street

El lobo de Wall Street

Lo único que te llevas, al olvidar la película, es la banda sonora. Algo que ya se está convirtiendo en costumbre cuando vemos una película ambientada en los 80. Desde esa ya lejana, Los amigos de Peter, que nos devolvió toda una serie de canciones, hasta la más cercana, American Gangster. En este caso, también recuperamos un buen puñado de temas y versiones que mantener vivos en nuestro recuerdo. Así que no resulta mala cosa comprarse la BSO y olvidarse del Blue Ray.

Margot Robbie

Margot Robbie

Viendo el catálogo de proyectos de Scorsese para los dos próximos años no se si desear que los remate todos, para ver si en alguno vuelve a acertar o temer que vayan llegando a las pantallas. Porque no creo que pueda soportar otra sesión de tres horas para escuchar cuatro buenos temas, ver fugazmente un puñado de pechos bonitos y disfrutar con alguna secuencia bien conducida por Leonardo Di Caprio en la construcción de un buen actor.

Una lástima.

LA HUELLA 1972

Creo que hay dos cosas impagables, indescriptibles, en el cine. Una es ver por primera vez una gran película. Casi nadie olvida las sensaciones que le produjo, el momento en el que la vio, las reacciones que tuvo,… Por más veces que veas una obra maestra, nunca volverás a verla como la primera vez. Descubrirás cosas nuevas, sin duda. Ese es parte del valor de una gran obra de arte, permitirte descubrir siempre nuevos elementos, nuevas vertientes, nuevos elementos que se te había pasado de largo en los visionados anteriores. Pero nunca volverás a verla con la misma mirada virginal que siempre aporta algo diferente y único.

La segunda cosa impagable es descubrir una gran película, sin esperártelo. Quiero decir, sin que nadie te haya puesto sobre aviso. Sin que seas consciente, al ponerte ante la pantalla, de que lo que vas a ver es algo grande. Eso de sentarte y que cuando acabe la cinta no te puedas levantar y quieras que vuelva a empezar la proyección.

El laberinto

Sobre ambas cosas podría hablar en el caso de la peli que hoy nos ocupa. Debíamos andar por el año 87 u 88, en verano, y yo me asomaba a todos los videoclubs que podía en busca de más películas para ver. La oferta de TVE, por entonces la única tele en España salvo algunas autonómicas, no era suficiente para saciar mis ansias de aquellos años. Ansias que me llevaban a ver 3 y 4 películas diarias durante los meses de verano. En uno de ellos, una tarde, me encontré con una cinta titulada El Detective de la que no había oído hablar. Y fíjate tú que tenía entre sus protagonistas a Lawrence Olivier y a Michael Caine, y su director era Joseph Leo Mankiewicz. Vamos, que había suficientes alicientes como para llevármela para casa.

El detective

El detective

Y eso hice. Ya por la noche, madrugada más bien. Con mis padres y mi hermano encamados, como solía ocurrir y sobrepasada la medianoche, le di trabajo al vhs de casa. La copia no era muy buena, la verdad. Deficiente en imagen y con la pista de audio más bien cascada, a lo que había que añadir un doblaje hispano que me traía las voces de Goofy y compañía a los oídos. Pero a aquel primer visionado le siguieron otros dos casi consecutivos antes de devolver, no sin antes hacerme una copia de vhs a vhs. Algo que sólo hacía con las cintas que verdaderamente consideraba dignas de conservar y volver a ver. Por entonces, comprar una cinta virgen de vhs era casi un lujo y había que medir muy bien lo que se grababa.

Para que te hagas una idea de a donde llegó mi pasión por esta película, me pasé íntegro el audio a unas cintas tdk para poder escuchar los diálogos en el coche y en el walkman. (He de decir que esto sólo lo hice con dos películas. Con ésta y con El hombre tranquilo. Y esas cintas las conservé hasta hace sólo un par de años). Quiere ello decir que llegue a saberme de memoria todos los diálogos y los giros y particularidades de aquel doblaje tan pintoresco. Tan es así que, a día de hoy, cuando vuelvo a ver la película, ya con su doblaje en español tradicional, en mi cabeza siguen sonando aquellas palabras y expresiones del otro lado del Atlántico.

Joseph L. Mankiewicz

Con el paso de los años, y convertida ya en una de las películas a las que más horas había dedicado en mi todavía corta vida de cinéfilo aficionado, descubrí que estaba viviendo en un engaño. Que aquella película de la que yo hablaba no existía para nadie más, al menos en España. Y, sin embargo, existía una película de Mankiewicz de la que yo lo desconocía todo. Una película que era, además, su testamento cinematográfico. Puesto sobre la pista, descubrí que nada era lo que parecía. Yo sí conocía ese testamento cinematográfico del autor de Eva al desnudo, La Condesa descalza, Cleopatra, Julio César, Operación Cicerón, De repente, el último verano, Odio entre hermanos o El Castillo de Dragonwyck, pero bajo otro nombre y con otro doblaje.

El Detective había sido estrenada en España como La huella y tenía otro doblaje y provenía de una obra de teatro firmada por Anthony Shaffer que había sido estrenada en España en 1970 en el Teatro Club de Madrid.

La huella en Colección Teatro de Escelicer. Colección del autor

La huella en Colección Teatro de Escelicer. Colección del autor

No era nada inusual que Mankiewicz recurriese a obras de teatro o novelas para preparar su guiones. Pero nadie, viendo sus películas, pensaría que estamos ante teatro filmado. Si alguien ha sabido sacarle partido al teatro llevado al cine, ese ha sido Joseph Leo Mankiewicz. Sin duda. En este caso, también. Y lo hace con dos recursos igualmente ingeniosos. Por una parte, resitúa varias escenas en otros marcos con una justificación tan sencilla que no te lo tienes que parar a pensar. Por otra parte, le da tantas vueltas a los escenarios principales; cambia el eje de las cámaras tantas veces; nos ofrece tantas perspectivas diferentes; que tenemos la sensación de estar en muchísimos escenarios diferentes.

Salon de juegos

En la chimenea

Sólo cuando revisamos la cinta una y mil veces, nos vamos dando cuenta de que hemos visto lo mismo desde muchas perspectivas. Aún más, nos damos cuenta de la gran cantidad de ángulos de visión que puede llegar a tener un simple salón, o un despacho y hasta un cuarto trastero.

Wyke, Doppler y el esqueleto

Pero si hay algo fundamental en La huella eso son los diálogos y las creaciones que los actores hacen de los personajes. En este caso, el peso recae sobre Lawrence Olivier, Michael Caine y Alec Cawthorne. Los tres desplegando una variedad de matices realmente apabullante (recomendable verla en versión original). Tanto con la voz, como con la gestualidad. Igual cuando se les ve que cuando sólo se les oye. Da lo mismo que estén en un primerísimo primer plano o en uno general. Estos colosos sostienen todas y cada una de las escenas.

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Pero ojo porque en La huella, casi nada es lo que parece. Y la multitud de personajes inanimados que pueblan todas y cada una de las escenas tienen un peso igualmente relevante. El Jovial Jack se lleva la palma en este capítulo pero ojo con la bailarina. Y ¡qué decir de todos y cada uno de los juegos! Nada es aleatorio, nada es superfluo, nada es innecesario. Casi como todas y cada una de las palabras que se pronuncian a lo largo de las 2 horas y 18 minutos de película. Todas tienen su por qué, su misión, su labor.

El jovial Jack

No podría ser de otra manera en una obra que profundiza en la propia condición humana. Sí, es cierto que utiliza como excusa las novelas policíacas y la intriga. Pero eso es sólo el castigo, la penalización. La condición humana es el verdadero juego. Ese al que Shaffer y Mankiewicz nos invitan y al que no nos resistimos porque ni siquiera nos damos cuenta de que nos han metido en ello.

Con el arma de por medio

Y ojo porque hablamos de la condición humana con mayúsculas. Hablamos de las relaciones de amistad y de pareja. Hablamos de la sinceridad y del engaño. De la impostura y de la transparencia. Hablamos de los deseos incontrolables y del control de las emociones. Del perdón y la venganza. De los grupos y la individualidad. Del éxito y del fracaso. De las raíces y la inmigración. Hablamos de casi todo lo que se puede hablar cuando hablamos del ser humano. Y al final tenemos la sensación de que hemos asistido a un gran juego con final incierto.

No deja de ser curioso que esta pequeña maravilla se viese arrollada por una cinta tan mastodóntica y monumental como El Padrino, en lo que a premios se refiere. Bueno, no sólo. En realidad, casi todo el mundo ha oído hablar de El Padrino aunque no le guste demasiado el cine. Y no son tantas las personas que han oído hablar de La huella. Ni Lawrence Olivier ni Michael Caine tuvieron opciones ante un excesivo Marlon Brandon en los Oscars. Y Joseph Leo Mankiewicz no pudo ampliar su catálogo de premios de la Academia como mejor director (ya lo había conseguido con Carta a tres esposas y Eva al desnudo, tanto por la dirección como por el guión original) porque Francis Ford Coppola se lo impidió.

Confidencias

Pero si yo tuviese que llevarme una de las dos películas a una isla desierta, creo que me llevaría La huella. No digo que sea mejor o que haya aportado más a la historia del cine que la de la mafia. Pero sí se que, en lo personal, me ha dado muchas más satisfacciones. Todo en ella es sublime, sin matices.

No sólo el guión que Mankiewicz dejó completamente en manos del propio Anthony Shaffer, en contra de lo que solía ser su costumbre. También la música de John Addison. Un autor que podría haber pasado a la historia del cine cuando Alfred Hitchcock recurrió a él para hacer la música de Cortina rasgada, toda vez que el orondo londinense había roto una fructífera relación de años con Bernard Herrmann. Pero Addison no es especialmente recordado por sus músicas. Aunque él insistía en que se le daba mejor componer para el cine que hacer partituras clásicas. En todo caso, la música de La huella está muy a la altura, y merecer ser escuchada por si misma y subrayando las escenas  de la película.

Es bien cierto que hay canciones bien conocidas incluidas en la película y que hay momentos de absoluto silencio en la cinta con mucha más potencia, sin necesidad del subrayado musical. Y es que nada es monolítico, de una pieza o previsible en La huella. Cuando crees que sabes por dónde vas, te encuentras en un lugar completamente diferente. Cuando crees tener claro por dónde va a tirar cada personaje, te encuentras con una reacción completamente inesperada. Y cuando crees saber  cuál es el final, te quedas con una incierta desazón. La que te dejan los finales abiertos.

Por eso, me permito cerrar este comentario con una observación y dos recomendaciones. Empezando por el final, no pierdas la ocasión de ver La huella y no le vayas a contar a nadie el final, una vez que la hallas visto. Y la observación es que he podido pasar de las 1.700 palabras sin hacer ningún spoiler. Seguro que tú también eres capaz cuando hables de La huella después de haberla visto. Pero no todo el mundo tiene la misma sensibilidad. Ten cuidado con lo que lees, antes de verla.

PUSHOVER

A punto de cumplir las primeras 10 entradas en este blog creo que ha llegado el momento de abordar uno de los géneros que más y mejores momentos me ha hecho pasar ante una pantalla de cine (o de televisión). Probablemente, el género con mayúsculas. Ese cine negro que en muchos casos es despreciado por considerarse intrascendente o banal pero que ha dado demasiadas joyas (y no hablo sólo del cine) como para pasarlo por alto.

Son muchas las cintas que podría haber escogido, pero me he decantado por una de esas que se consideran menores o de segunda fila porque me parece que reúne buena parte de los elementos básicos y porque tengo que reconocer que tengo un cierto espíritu de quijote y me gusta reivindicar títulos que considero injustamente olvidados.

La casa númnero 322

Desde luego, el reparto de La casa número 322 merece todos los parabienes. Ahí están Fred MacMurray, Kim Novak, E.G. Marshall, Phillip Carey, Dorothy Mallone y algún otro nombre (rostro) que tenemos interiorizados como parte de nuestro imaginario privado los buenos aficionados al cine. MacMurray es la demostración palpable de lo que se puede hacer en contra de las apariencias. Podría haberse limitado a ser el perfecto vecino que fue en muchas películas, pero supo meterse en pellejos mucho más complejos, oscuros y atormentados con gran éxito y sin que dejásemos de verlo como ese tipo amable al que le confiaríamos la custodia de nuestros hijos.

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En este caso, su papel recuerda demasiado al de Perdición, que había rodado justo 10 años antes. Esta sí, una joya con letras mayúsculas. Pero no podemos por ello menospreciar la cinta de la que estamos hablando. Tal vez, incluso, en esta ocasión Fred MacMurray le añade otros matices a su personaje. A ese Paul Sheridan que inspira el título original de la cinta (Pushover) mucho más próximo al espíritu del relato.

Pushover - La casa número 322

Me voy a detener aquí un segundo porque me parece interesante abordar este aspecto. El título original hace referencia a una expresión que suele traducirse como persona fácil de convencer, un aspecto que, como acabo de decir, tiene mucho que ver con la historia que se nos cuenta. Pero en realidad, vista la película, nos queda la legítima duda de si estamos ante alguien que se deja convencer con facilidad o ante alguien que intenta pillar al vuelo la oportunidad que ha estado esperando. Alguien con mucho, demasiado, que ocultar.

Me da la impresión de que en el fondo de este guión, hay mucho de los buenos, que son buenos sí o sí, y los malos que lo son también sí o sí. Los que manifiestan su bondad o su maldad siempre y en toda condición, como Harry Wheeler o Rick McAllister, y los que sólo dejan aflorar su verdadera inclinación llegado el momento, como el propio Paul Sheridan.

En todo caso, y para cerrar el tema del título, es curioso que fuera de Estados Unidos, esta cinta haya tenido diversos títulos, siempre relacionados con el lugar donde se desarrolla la acción, que aclaran poco, aportan nada y sólo añaden confusión. Para aclararnos, la casa 322 a la que hace referencia el título en español es en realidad el bloque de apartamentos donde viven Lona McLane y Ann Stewart. En otros países se ha titulado El asesino del 423, que es el apartamento donde vive el personaje de Kim Novak. Pero en ese apartamento no vive ningún asesino ni se comete ningún asesinato, lo que añade más confusión si cabe. Por todo ello, como casi siempre, me parece que el título original es el más acertado.

Un título que no proviene de la novela original en la que se basa el guión ya que en realidad, la trama se arma sobre dos novelas diferentes. Rafferty, de Bill S. Balllinger y The night watch, de Thomas Walsh. Ambos acreditados como guionistas de la cinta junto a Roy Huggins. Entramos aquí en otro elemento interesante, el de la observación a través de la ventana. Inevitable es pensar en el clásico de Hitchcock rodado ese mismo año 1954, La ventana indiscreta, salvando todas las distancias correspondientes.

En la ventana. La casa número 322

Ese vouyerismo incontenible de los seres humanos se ve matizado, en este caso, por la obligación profesional de los policías. Pero se tiñe de la necesidad que casi todos tenemos de rellenar los vacíos que nos deja cualquier observación parcial. En este caso es Rick McAllister, el personaje al que da vida Phillip Carey, el que se sumerge en una recreación de la vida de la enfermera Stewart, maravillosamente construida por Dorothy Malone.

Otra parada que voy a hacer. Phillip Carey es uno de esos secundarios que cada vez que lo vemos aparecer en pantalla nos relajamos, como diciendo “nada de lo que vayamos a ver puede ser malo”. Nunca fue una estrella y muy pocos le recordaran pero sostiene todas las historias en las que toma parte con la mayor de las dignidades. Como tantas veces, la televisión terminó siendo el refugio de un tipo que nunca tuvo demasiada suerte en la pantalla grande.

Dorothy Malone en La casa número 322

Bien distinta es la carrera de Dorothy Malone que, aunque también terminó refugiada en la pequeña pantalla, si pudo labrarse una buena carrera en el cine alternando las mujeres oscuras, al borde de la ley y del decoro, con madres de familia y mujeres abnegadas. Demasiada picardía, tal vez, en esa mezcla de ojos claros y oyuelos en las mejillas.

El resto de la carga secundaria de La casa número 322 se deposita en E. G. Marshall, del que ya hablamos aquí a propósito de 12 hombres sin piedad. Un portento de sobriedad que devenía, con frecuencia, en la sensación de que sus personajes no sabían sonreír. Bien por su trabajo, bien por su pasado, bien por lo que tenían por delante. Siempre sobrio, daba la sensación de que cada papel había sido escrito para él. El traje, el uniforme, la corbata o las armas. Sus incipiente alopecia le dio siempre un aspecto respetable con el que E. G. Supo jugar siempre a su favor.

Paul Sheridan y Lona McLane

He dejado para el final, deliberadamente, a Kim Novak. Una de esas estrellas, que no actrices, por las que siento la más absoluta indiferencia. Desde luego, como actriz, pero también como mujer. Nunca he entendido el atractivo de la Novak para toda una generación o dos de hombres, salvo que su descaro tan evidente resultase irresistible. Igual que puedo entender que Fred MacMurray pierda la cabeza por Barbra Stanwyck en Perdición (y ya es decir), no comprendo que eche su carrera y su vida por la borda por Lona en este película. ¡Y que decir de Vértigo! ¡Alguien puede entender que James Stewart caigan tan bajo por alguien como Kim Novak! Ni Alfred Hitchcock pudo arreglar eso. Menos mal que en el caso que nos ocupa sale poco, habla menos y en muchos casos sólo se la ve de espaldas, de perfil o a través de la ventana. Sólo así se hace soportable su presencia que, pese a todo, no afecta al resultado final.

Kim Novak

Porque, sí, La casa número 322 es una gran película de cine negro. Desde el comienzo. Postponiendo los créditos del inicio para meternos en situación con media docena de planos y sin una sola palabra. Porque con menos de cuarto de hora, Richard Quine nos dibuja casi todos los personajes, las relaciones entre ellos, cuál va a ser su papel en la historia y que podemos esperar de cada uno. Para luego retorcer mucho las cosas y sorprendernos, abusando de algunos trucos de guión, también es cierto.

El atraco con el que se inicia La casa número 322

Richard Quine es, de hecho, un buen artesano. Uno de esos directores que aprendió el oficio y fue capaz de aplicar la técnica aprendida para obtener el mejor resultado del guión que tenía entre manos. En su caso le puedo reprochar que trabajase en exceso con la ya citada Kim Novak, pero habrá que perdonárselo porque nos ha dejado una serie de comedias ligeras muy apreciables y con las que hemos pasado muy buenos ratos (La pícara soltera, Cómo matar a la propia esposa, Me enamoré de una bruja, …) También Quine terminó refugiado en series de televisión como Colombo que le deben mucho a su saber hacer.

Si algo se le puede reprochar a La casa número 322 es que es un poco irregular. Tiene escenas deliciosas, como la noche en que se conocen Sheridan y McLane (desde la salida del cine hasta la madrugada en casa de él) y diálogos o frases sublimes, como cuando Paul Sheridan le dice al Lona “vete antes de que empiece a pensar”, que merecen estar en cualquier buen recopilatorio del género. Con otros momentos un tanto forzados, pero bien resueltos, como la primera conversación entre McAllister y Stewart.

Me parece interesante e inteligente a la vez la forma de prescindir del malo, de Harry Wheeler, para centrarse en los personajes que tienen que decantarse. En realidad (y no revelo nada trascendental) Wheeler es un perfecto MacGuffin, que diría Hitchcock. Pero está también enjaretado que no nos damos cuenta hasta que hemos visto la película unas cuantas veces. No es el único caso. Ayer, cuando la volvía a ver para escribir esta entrada, me di cuenta de cómo usan los nombres propios de los personajes. En todos los casos nos dan el nombre y el apellido de todos ellos y usan uno y otro en función del momento y de los dialogantes. Sólo en el caso de Paddy Dolan utilizan el diminutivo. Y si quieres saber por qué, será mejor que veas la película.

UNO, DOS, TRES

Una comedia. Una cinta política. Un vodevil. Un manual empresarial. Un estudio sociológico. El reflejo de uno de los momentos más duros de la historia de Europa. Una obra maestra. Todo eso y mucho más es la película que hoy nos ocupa, pero si tuviese que resumirlo lo más posible, yo diría que se trata de un vodevil. Una de esas obras en las que las puertas que se abren y se cierran, por las que entran y salen personajes con un ritmo cada vez más frenético, son la clave real de la historia.

Atención a las puertas que tenemos en cada escenario de la cinta. En el despacho de MacNamara hay cuatro, en el hall de su casa se llegan a ver media docena, en el hotel de Berlín Este otras cuatro, en la sala de interrogatorios creo haber contado tres por lo menos. Y en los exteriores… en los exteriores, el número es incontable. Sumémosle a todo ello la gran ironía de que la historia se desarrolla en la ciudad con la puerta más famosa del mundo, la Puerta de Brandeburgo, y tendremos la clave.

Uno, dos, tres

Uno, dos, tres

Uno, dos, tres es una obra maestra, una gran comedia, una cinta política, económica, sociológica, histórica,… pero sobre todo es un enorme vodevil. Y una demostración más del inmenso talento de Billy Wilder para contar historias en imágenes. Y del propio Billy y de I. A. L. Diamond para desarrollar los más brillantes diálogos.

Para que no quepan dudas de por donde van los tiros, Wilder se toma 20 segundos para presentarnos a los cuatro protagonistas. 20 segundos. Y a partir de ahí le pide ayuda a André Previn que adapta La danza del sable de Aram Khachaturian. Un tema extraordinario que dibuja, perfectamente, cuál va a ser el ritmo de los siguientes 100 minutos. Frenético, creciente, imparable, armónico,… Y, claro, lo primero que vemos en imagen es La Puerta de Brandeburgo.

A quién esté interesado le propongo un ejercicio. Poner los primeros dos minutos de la película sin audio. Tendremos la sensación de estar viendo un documental sobre los primeros 15 años de paz o sobre el telón de acero que había caído sobre Europa partiendo por la mitad el viejo continente. Podría ser un documental político sobre la división de la histórica capital alemana o sobre las tensiones políticas y económicas entre los dos bloques. Aunque parezca increíble, por entonces (año 1961) no se había construido el muro de Berlín, todavía.

También podríamos estar ante un reportaje sobre lo difícil que es recuperarse de una guerra tan destructiva como la II Guerra Mundial. La destrucción en Berlín Este, 15 años después del final de la contienda es patética.

Bien, todo eso podemos pensar o sospechar si le quitamos el audio a la película. Ahora démosle caña al volumen y notaremos la fuerza de la ironía, lo que supone “el sonoro” para el cine y lo importante que es escribir, también para contar una historia, aunque sea en imágenes. Y todo ello de una forma rápida, ágil, con ritmo,… Necesita poco más de un par de minutos para situarnos, para meternos en la trama conociendo todos los elementos necesarios.

Con cinco minutos más ya conocemos a todos los personajes centrales. Desde los auténticos protagonistas, el matrimonio MacNamara, hasta los fundamentales secundarios, Schlemmer, Fräulein Ingeborg, Fritz,… Resumiendo, antes de 10 minutos estamos absolutamente sumergidos en un relato que sólo 10 minutos antes no hubiese parecido lejano, ajeno a nosotros. Hasta el magnífico blanco y negro de Daniel L. Fapp nos parece algo normal.

Claro que con Billy Wilder, el color estaba en las palabras, en los diálogos sobre todo, y no en las imágenes. Le costó mucho adaptarse al color al genio vienés. Por exigencias de la producción hizo un intento en 1948 con El vals del emperador, pero no le gustó nada y esperó casi 10 años para el siguiente tanteo, también por exigencias comerciales en aquella ocasión. Marilyn Monroe en La tentación vive arriba y James Stewart en El héroe solitario, exigían el mejor color y la pantalla más grande. Pero Wilder no se sentía cómodo y volvía al blanco y negro en cuanto podía.

De hecho no fue hasta la década de los 70 cuando se rindió al color, por razones evidentes. Pero muy pocas de sus cintas en color son realmente grandes, mientras que casi todas las de blanco y negro son obras maestras.

En todo caso,  no podía ser en color. No podríamos concebir aquel Berlín y aquella Europa si no es en blanco y negro. Y tampoco podemos creer que la lucha entre comunismo y libertad pudiese desarrollarse en color. Los diálogos de este vodevil precisaban un decorado razonablemente invisible para ganar en eficacia. Y hasta al trasfondo machista de la cinta le venía mejor el amplio catálogo de grises que la luminosidad de los colores.

Hemos mencionado ya unas cuantas veces la importancia de los diálogos. Mucho más importantes que la historia en si misma. De hecho, como tantas veces, la historia es un perfecto McGuffin para que Wilder haga lo que quiera. O como me gusta decir a mi, es un perfecto árbol de navidad al que Wilder le cuelga de todo y todo luce bonito.

El director había conocido la obra original, escrita para el teatro por Ferenc Molnár, a mediados de los años 20 en Europa. Y a buen seguro que se quedó con ella en la cabeza hasta que 35 años más tarde la rescató para plantarla en el salón de sus mejores ideas. Debió pensar Wilder que era el árbol de navidad perfecto sobre el que colocar unas cuantas andanadas contra el comunismo estalinista. Unas zurras al modelo demasiado complaciente de los estadounidenses de postguerra. Algún aviso de la tensión que se estaba acumulando en su muy amada ciudad de Berlín. Y alguna radiografía, cargada de mala leche, de los usos y costumbres de las familias medias de la burguesía media, de la media de los países occidentales.

A la mesa con los rusos

La opinión de Wilder sobre el comunismo ya estaba clara desde que firmó el guión de Ninotchka junto a su por entonces inseparable Charles Brackett. Pero nunca había tenido ocasión de filmar esas opiniones. Sobre el modelo estadounidense ya había mostrado su opinión en cintas como Perdición o El gran carnaval, muy crueles las dos. A la capital alemana había vuelto en 1948 para rodar Berlín Occidente. Y sobre las estructuras familiares y las relaciones sentimentales cruzadas había dejado gotas de esencia en El mayor y la menor, Sabrina, La tentación vive arriba, Con faldas y a lo loco, El apartamento,…

James Cagney en Uno, dos, tres

James Cagney en Uno, dos, tres

La verdad es que tal vez la aportación más arriesgada de Uno, dos, tres está en su actor protagonista. James Cagney había demostrado ya versatilidad de sobra, más allá de su encasillamiento en papeles de gangster y en cintas de cine negro. De hecho, el había comenzado en papeles cómicos y de vodevil que no habían tenido continuidad una vez alcanzado el estrellato. Luego había hecho de casi todo y casi todo bien. Hasta coronar una cinta desgraciadamente poco conocida y que hay que reivindicar en todos sus valores como El hombre de las mil caras. En la que daba vida al mítico Lon Chaney y que supone una de sus más grandes creaciones ante las cámaras.

Pero Cagney no había vuelto a triunfar en la comedia hasta que Wilde le llamó para confiarle todo el andamiaje de esta cinta. Y no pudo hacer nada mejor. Aunque, tuvo un enorme coste para el actor. No le gustó nada su trabajo con los jóvenes actores (Pamela Tiffin y Horst Buchhloz, sobre todo). Tanto es así que con 62 años y la sensación de que el cine había cambiado demasiado, Cagney se retiró prácticamente de la interpretación hasta que 20 años después, ya anciano, fue rescatado para la inmensa Ragtime.

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Ciertamente, comprendo a Cagney. El joven berlinés Horst Buchhloz es uno de los actores más irritantes y pretenciosos que conozco (osada aseveración sin duda) y casi seguro la peor elección de la película. Habría que saber cuanto tuvieron que ver los productores en esta desastrosa elección con todos los tintes comerciales. Nada que ver con el resto de aciertos, especialmente el de Arlene Francis para el papel de la Señora MacNamara. Espléndido contrapunto a su marido C.R. en todo momento.

Poco más se puede decir de esta gran comedia del mejor director de comedias que han visto los cines. Aunque si me gustaría hacer un comentario más, en este caso sobre el cartel de la película. El cartel que ha terminado haciendo fortuna es el de James Cagney con la botella de Pepsi en la mano. No deja de ser irónico ya que la verdadera protagonista de la película es la Coca Cola, ausente en todas las referencias visuales de promoción. Más irónico si cabe, al considerar que Wilder usó la marca Coca Cola para compensar a la compañía por el uso reiterado de Pepsi en cintas anteriores.

Es igual. El caso es que ese es el cartel que ha triunfado en todas las reediciones, remasterizaciones y reposiciones de la película. Pero mirando un poco más atrás, encontramos que el verdadero icono, en un primer momento, fueron los globos. Los globos propagandísticos que se utilizan varias veces en la cinta, entiéndaseme bien. No los globos de Fräulein Ingeborg (Liselotte Pulver) que también fueron bien usados como reclamo, junto a su vestido de lunares y el resto de sus curvas para promocionar la película en los 60 y los 70. Y en este sentido, hay que llamar la atención sobre un cartel poco conocido pero extraordinario que hizo el gran Saul Bass para esta película.

One Two Three

One Two Three

¿Demasiado parecido al que había hecho un par de años antes para Anatomía de un asesinato? Es posible. Pero ¿perfecto para resumir la película y algunos de sus temas centrales? Sin duda. Lo que no entiendo es porque ha desaparecido de la iconografía de esta cinta. Igual que no termino de entender porque Uno, dos, tres  es minusvalorada como un producto menor.

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Cinema Paradiso

Cinema Paradiso

Giuseppe Tornatore es un tramposo. Es uno de esos directores nacidos para ser carne de festival y de premio. Todas sus películas o han obtenido algún premio en los principales festivales del mundo (Cannes, Berlín, Venecia, Donosti,…), o han estado en el palmares de las principales academias (David de Donatello, Bafta, Europeos, Oscar,…), o, en el peor de los casos, han estado nominados. Hay que reconocerle su mérito por ello. Pero es un tramposo.

Dio con la tecla hace un cuarto de siglo. Casi por casualidad. Y ahí sigue. Todavía recuerdo, recién llegado a Madrid hace un 24 años, que uno de mis paseos más habituales era por la Gran Vía. Cita obligada con los cines (¡los cines!. ¡Qué inmensidad de oferta!. Tan lejos de la media docena de películas que tenía a mi disposición en mi anterior ciudad de residencia) y con sus preciosos carteles pintados, tristemente extinguidos, ahora.

En esos mis primeros paseos por la Gran Vía recuerdo que a la altura del número 70 siempre estaba el cartel de Cinema Paradiso, que se proyectaba en el ya desaparecido Cine Pompeya. Llegué a pensar que formaba parte indisoluble de la Gran Vía (el cartel y el Cine) pues no había conocido yo esta calle de otra forma. Cuando un par de años después cambiaron el programa tuve la sensación de que algo se había agitado en esta ciudad.

Entrada al antiguo Cine Pompeya de Madrid

Entrada al antiguo Cine Pompeya de Madrid

No vi entonces la cinta de Tornatore. La dejé reposar varios años más porque, en mi caso, no hay nada peor qué que todo el mundo me hable maravillas de algo para que yo me encierre en mi caparazón. (¡Cuantas cosas me he perdido o he descubierto tarde por esta manía mía!, ya lo sé. Pero así es). Y cuando la vi, por fin, tuve la misma sensación que viendo una de esas pelis de terror cutre donde los sustos te los da un subidón de música fuera de compás, pero no lo que estás viendo en la pantalla. Efectismo puro y duro. Eso sí, muy bello, muy sentimental, muy sensiblero,… Facilón para llegar al corazón por la vía más corta y conseguir lo que busca. Que el público hable bien de él y de su cine. Que le den un par de premios. Meter un par de secuencias en la memoria de todos los que dicen amar el cine. Dar munición a decenas de programas de televisión que parasitan el cine sin remedio (algún día tengo que escribir la tendencia actual de los informativos en España a sobrecargar las noticias con imágenes de películas, ¡cómo si la realidad no fuese suficiente!) y misión cumplida.

Tal vez por todo ello, nunca me ha interesado demasiado su cine y no he vuelto a ver Cinema Paradiso, no vaya a ser que empeore mi opinión un poco más. Guardo cierto regusto agradable y prefiero no estropearlo. Pero este año me he lanzado a ver su nueva película. Tenía ingredientes como para pensar que había cambiado de registro y cuenta con un protagonista, Geoffrey Rush, que casi siempre me parece interesante aunque demasiadas veces termina por hincharme. Pero casi siempre vuelvo a caer y, en ocasiones, me satisface.

Geoffry Rush

Geoffry Rush

Esta es una de ellas.

Está excesivo, como casi siempre. Pero es que el personaje lo demanda. Ese exceso le sienta como un guante (uno de esos guantes que casi no se quita en toda la película, su personaje). Y lo está en el gesto y en el verbo. En las miradas y en los silencios. En la dominación inicial y en la decadencia final.

Giuseppe Tornatore

Giuseppe Tornatore

La mejor oferta descansa íntegramente sobre Rush, para lo bueno y para lo malo. Y vive, única y exclusivamente, de lo que Tornatore le ha dado. Es marca de la casa firmar todos los guiones que rueda (ya sean originales o adaptaciones de novelas de diversos autores italianos). A veces lo hace en compañía. No es éste el caso. Es un guión original. Perdón, es un guión no basado en un texto ajeno, no hay que pasarse. Y lo ha escrito él solo. Y se nota.La mejor oferta

El dibujo de situación es poco original, pero resulta creíble. Ese Virgil Oldman puede existir perfectamente. Además, se mueve en un ambiente perfectamente desconocido para la mayoría de los espectadores así que no podemos saber cuanto hay de realidad, cuanto de falsedad y cuanto de exageración. Conforme vamos  entrando en materia vamos teniendo la sensación de que todo lo que nos cuentan es poco creíble. O va decayendo su credibilidad, más bien. Y llega un punto en el que algo hace clic en nuestro cerebro (a mi me pasó) y piensas “no puede ser que todo vaya a ser…”

El retiro de Virgil

El retiro de Virgil

El joven Robert trata de ponerle ese contrapunto generacional que tanto le gusta a Tornatore. Generacional y clasista, en este caso. Pero no funciona. Entre otras cosas porque no se entiende, ni se explica, ni se cree que alguien tan hermético como Virgil se sincere con Robert  sin venir a cuento. Si le viene a cuento a Giuseppe y con eso basta. Le basta a él claro.

Claire, Sylvia Hoeks

Claire, Sylvia Hoeks

La joven Claire es una pescadora nata. Juega con el sedal y la caña desde el principio. Todo el que está en lo orilla se da cuenta. Sólo la pobre trucha, ensimismada en su acuático sobrevivir parece ignorar los tejemanejes que se producen más allá de la superficie. Y claro, termina picando y más. Pero todo pescador que se precie tiene que tener paciencia. Tiene que tener pulso. Tiene que tener experiencia. Y Claire no la tiene. Se nota. Pero da igual. Tornatore sigue a lo suyo. Y lo notamos.

Billy Whistler, Donald Sutherland

Billy Whistler, Donald Sutherland

Billy Whistler es de lo mejor de la historia. Claro que se ha enfundado las calzas de siete leguas de Donald Sutherland y así se hace más fácil el camino. Sus apariciones, demasiado pocas, son de lo mejor de la película. Y sus diálogos con Virgil los mejores momentos. El resto son un par de secuencias bien construidas. Un par de escenas cargadas de sentimentalismo. Cierta pulcritud en el rodaje y en la edición. Su gusto por esas músicas demasiado efectistas para mi gusto. Y el uso desmesurado e inapropiado de unas ópticas que no aportan demasiado al relato. A Tornatore le va más la sencillez. Se siente más cómodo.

El cumpleaños de Virgil Oldman

El cumpleaños de Virgil Oldman

No es, pues, La mejor oferta, ni de lejos, la mejor oferta. Pero si he de reconocer que es de las que me ha dejado, pese a todo, mejor sabor de boca en los últimos tiempos. Mi exceso de expectativas es sólo culpa mía y no se lo voy a hacer pagar a Tornatore. Pero esta peli es carne de pase rápido por las noches televisivas para caer en los festivos y fines de semana. Da para poco más, pero poco más se puede pedir a estas alturas.

La realidad es la que es.

MUCHO MÁS QUE DOS

¿Qué tendrá la estética de los 60 que a casi nadie deja indiferente? A unos apasiona, supongo que por esa parte desinhibida, alegre, positiva, excesiva. A otros nos horroriza, quizás porque nos atrae más lo interior, lo que se oculta a quienes nos rodea. En todo caso, el cine de los 60 me interesa más bien poco, en general. Pero para todo hay excepciones.

Una de ellas es esta cinta en la que la apariencia propia de los excesos de la época no logra ocultar toda la profundidad que esconde. Puedes verla 30 veces (no ando lejos de esa cifra) y cada vez es como si fuese la primera. Los niveles, las capas de Dos en la carretera es tan enorme que aunque te sepas las escenas, los diálogos, las situaciones, cada vez que te pones delante de la pantalla es como la primera vez.

Dos en la carretera

Dos en la carretera

Es una road movie, tal vez.

Es una profunda anatomía del matrimonio, es posible.

Es un psicoanálisis de las relaciones humanas, sin duda.

Es un divertimento sin pretensiones, quizás.

Es un mecanismo de relojería admirablemente montado, sí.

Tiene un poco de la cocina de Ferrán Adriá.

Para empezar, es un guión prodigiosamente escrito, deconstruido y vuelto a armar. No una sino varias veces. No se cuantas versiones haría Fredecic Raphael del libreto, pero sería interesante para enseñar el proceso de creación en cualquier buena escuela de cine. Pese a todo, y pese a ser candidata al Oscar en 1967 en la categoría de Mejor Guión Original, no se llevó el premio.

William Rose subió a recoger la estatuilla por su meritorio trabajo en Adivina quién viene esta noche. Enorme trabajo, sin duda. [No está demás recordar que ese año, también fue candidato el español exiliado en Francia y luego ministro Jorge Semprún por su texto de La guerra ha terminado]. Pero hay que reconocer que el guión de Rose está basado únicamente en los diálogos. Poderosos, fluidos, entrelazados, pero diálogos al fin y al cabo. Y el texto de Raphael es mucho más. Es visual, está lleno de trampas, de guiños, de recursos y, sobre todo, lleno de imágenes.

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Durante años se ha tachado a Dos en la carretera de ser una comedia ligera. La dirección de Stanley Donen, la presencia de Audrey Hepburn y de Albert Finney ayudaron a esa percepción y el maltrato de los Oscar no hizo sino ponerle el broche. Si miramos al palmares de ese año nos encontramos que la Película con más candidaturas era la ya citada Adivina quién viene esta noche, nada que objetar. Luego estaban la sobrevalorada Bonnie & Clyde, una tal El extravagante doctor Dolittle, la interesante sobre todo para la época, En el calor de la noche, Millie, una chica moderna, y las notables El graduado El graduado y Camelot. Poca cosa para oponerse a una radiografía profunda de las relaciones humanas, de pareja, a la evolución de las personas durante la vida, todo ello en clave universal y con la mezcla oportuna de tragicomedia que la hace tan hogareña como el delantal, las pantuflas o el llavero con las llaves de casa. No es sencillo imaginar la pasión por el cine sin adorar esta película.

El punto de partida es tan sencillo como el armazón global de la cinta. Sencillo en apariencia, claro. Chico conoce a chica en un viaje de estudios, se lían, se acuestan, se enamoran, se casan, tienen niños, progresan, son infieles y llegan al punto de la ruptura. Lo dicho, sencillo. Simple, si me apuras. Lo interesante está en como lo aborda, como lo cuenta y hasta donde llega.

A nadie escandalizó a esas alturas que Joanna y Mark tengan un poco de sexo sin estar casados. Ni que cada uno por su lado tenga sus rollitos, una vez casados, sin consentimiento o conocimiento del otro. No olvidemos que estamos en los albores del 68. Ya se sabe, el amor libre (el sexo libre, estaban pensando en realidad). A nadie sorprende que el futuro de Joanna sea procrear y criar a sus hijos, estar en casa y no olvidar nunca el pasaporte de Mark. A nadie sorprenda que tenga que estar siempre estupenda y al servicio de las necesidades profesionales de Mark.

Lo que es verdaderamente interesante es comprobar como se va armando la relación de pareja. Como cada uno define su papel y su territorio. Como hay algo de magmático en ese movimiento de placas, casi tectónicas. Y como el desplazamiento posterior de una de ellas provoca un reacomodo necesario. Unas veces muy sísmico y otras veces casi imperceptible.

Me encanta como Donen y Raphael juegan con la fractura del tiempo para ir situando cada uno de los elementos posteriores. La vida no es un continuo, ni es lineal, ni es unidireccional (en este sentido recomiendo echar un vistazo al comentario publicado por Jaime Natche hace 7 años por Miradas de Cine) y las relaciones entre nosotros, tampoco. Podemos reaccionar y reaccionamos, con años de retraso, Incluso con años de adelanto, ante situaciones previstas o imprevistas.

No olvidamos, unos más que otros. Perdonamos o no en función del momento. De los sucesivos momentos en los que vivimos. Recordamos selectivamente, también en función del momento. Buscamos las referencias que más nos interesan, en cada momento. Somos, o podemos llegar a ser, egoístas. Pero también generosos.

Son 15 años apenas. 15 años con 5 viajes al sur de Francia. Son, también, 5 formas de viajar. 5 medios de transporte. 5 compañías. 5 círculos concéntricos radicalmente diferentes. 5 vidas en una y las que les quedan por delante. Son 5 partes que en realidad forman parte de un todo. 5 maletas. 5 gafas de sol. 5 fiestas… El 5 como el elemento mágico que todo lo arma. Un poco cabalístico, tal vez.

Audrey Hepburn en Dos en la Carretera

Audrey Hepburn en Dos en la Carretera

Son exteriores e interiores como paisajes pero también como referencia a lo que está pasando por y en los personajes. Cuanto más íntimas son las secuencias, más cerrado e interior es el escenario. Y ahí juegan un papel clave los coches. Llamativo como se juega con los descapotables y los coches cubiertos. Y la climatología. Las tormentas lo son dentro y fuera de los personajes. El sol quema por igual de dentro a fuera y de fuera a dentro.

Lo dicho, múltiples lecturas para una historia mucho más compleja y completa de lo que nos hicieron ver en un principio. Mucho más que una comedia ligera. Pero también una cinta que se deja ver en superficial. Sin más pretensiones. Tal vez por eso es tan grande.

Alguien ha dejado escrito que se nota la mano de coreógrafo de Stanley Donen. Tal vez sea cierto. Pero hay que tener en cuenta que Donen es, para el cine, algo más que un simple y brillante coreógrafo. Es un director de buen pulso. Que sabe sacarle algo más a los guiones y que se mueve con comodidad en ese terreno de los grandes directores sin llegar a ser una super estrella.

No deberías dejar pasar más tiempo sin ponerle un ojo a Dos en la carretera. Pero ten en cuenta que cuando la veas la primera vez, no podrás quitártela de la cabeza. Y la revisitarás tantas veces como conflictos personales, de pareja o de amistar, incluso laborales, tengas en tu vida. No dirás que no estás avisado.