Se nos fue Betty Joan Weinstein Perske en pleno mes de agosto. Y estoy por pensar que nos echó una última mirada de soslayo como para decirnos “si me necesitáis, silvad”. Estaba a punto de cumplir los 90 años, cualquiera lo diría, y casi parecía que empezaba a acostumbrarse a mirar de frente. Era tímida. Al menos eso aseguran las crónicas de aquellos primeros cuarenta en Hollywood, en Broadway y en las pasarelas de la costa este. Era tímida y tal vez por eso le costaba mirar de frente. Pero tenía un coraje a prueba de bomba. A ver si no como se explica que con 20 años, en su primera película fuese capaz de robarle escenas al mismísimo Humphrey Bogart al tiempo que le robaba el corazón.
Es posible que ese gesto suyo, un poco girado siempre, un poco en escorzo permanente ante la cámara, medio ocultando sus ojos claros, casi transparentes, la hiciese parecer fría, la perfecta compañera de aquellos gansters con los que se acostumbró a alternar en sus primeras cintas. Tener y no tener, El sueño eterno, La senda tenebrosa, Cayo Largo,… no se me ocurren muchos nombres que puedan unir tantos pilares del género en tan pocos años y de una manera tan rotunda. Desde luego, no se me ocurre ninguno otro de mujer.
Estaban Barbara Stanwyck, pero no tenía su belleza y era demasiado echada para adelante. Estaba Lizabeth Scott, con su melena mal aprovechada y un temor permanente a ponerse a la altura de los protagonistas varones. Estaba Mary Astor, pero el negro no es una opción en estos casos y tenía demasiada tendencia a dejar caer los ojos. Porque una cosa es buscar otra forma u otro ángulo para mirar, como hacía Lauren Bacall, y otra cosa bien distinta es ocultar la mirada bajo una buena capa de asfalto.
Sí, nos ha dejado Lauren Bacall y de inmediato me puse a recordar sus películas. La primera avalancha me vino en blanco y negro, como recordé en mi Twitter nada más conocer la noticia. En la segunda me acordé de un par de comedias en color. Sublime Mi desconfiada esposa. Entretenida (aunque ella estaba un poco fuera de lugar) Cómo casarse con un millonario. Insuperable, en forma de vaudeville sus encuentros y desencuentros con Henry Fonda en La pícara soltera. Abierto el melón del technicolor me llegaron a la cabeza algunos dramones que me gusta olvidar (y lo hago sin esfuerzo) como Escrito sobre el viento o La tela de araña. Pero también experimentos más o menos comerciales que me gusta revisitar de vez en cuando como Harper, Pret-a-Porter, Cita con la muerte,… Si bien, hablando de películas basadas en novelas de Agatha Christie, nada puede superar a ese Asesinato en el Orient Express que son palabras mayores y en donde la Bacall rompe varias costuras casi sin despeinarse. Siempre me intrigó su melena, por cierto, conservada en perfecto estado hasta sus últimos días.
Me pareció poca cosa para alguien de quién conservaba semejante buen recuerdo y revisé mi videoteca encontrándome una cinta que me había pasado un buen amigo para la que todavía no había encontrado tiempo, El trompetista. Es de las de blanco y negro pero es el primer intento por salirse del cine negro que había marcado su primera década en el cine. Y no he pretendido hacer un juego de palabras. Y me puse a ello. Prescindiendo de Doris Day, pobrecilla, porque nadie le dijo nunca que lo suyo era cantar, a poder ser sólo en discos o por la radio, el trío encargado de la cosa merece todos los respetos. Bacall, Kirk Douglas y Michael Curtiz a los mandos. No es el momento de entrar en detalles pero échale un vistazo en cuanto tengas ocasión. Merece la pena.
Y… sí, ahí estaba ella. Más curtida, más juvenil, más apetecible, dentro de la oscuridad que tenía el personaje. Y mirando en escorzo. ¿Alguien puede mirar así un par de metros antes de besar y mantener la compostura? Es increíble. Ella lo hacía como nadie. No me extraña que sacase de quicio al personaje de Douglas. Por cierto, dos años más joven que ella pero absolutamente incombustible. Empezaron casi a la par y han seguido, de una u otra forma, ante los focos. Ella luciendo su espléndida vejez, ejemplo para muchos. El, demostrando que se puede luchar cada día contra todas las dificultades físicas que te salgan al paso. Hasta re aprender a hablar con 80 años.
No me he puesto a hacer recuento pero es muy posible que el hijo del trapero, de origen bielorruso, sea la última estrella de verdad, de aquellas del Hollywood clásico, que queda con vida. Me pasma encontrarme, en las lecturas de estos días, que ni la una ni el otro tienen más que un Oscar Honorífico. Nunca lo ganaron por ninguna de sus interpretaciones. ¡Y todavía hay quién sigue pensando que los Oscars tienen algo que ver con el cine!
No nos desviemos. Este cuaderno nació para hablar de películas. Así había sido hasta ahora y tal vez así siga siendo superado este paréntesis. Pero algo (y alguien) me ha impulsado a escribir sobre Lauren Bacall. Tal vez porque nunca se le ha hecho justicia. Es posible que ni yo mismo se la haya hecho. La primera vez que estuve en Madrid con conocimiento de causa, hace un cuarto de siglo, me llamó la atención que en un cine del centro, cuyo nombre no recuerdo, ponían una película que se anunciaba como The big sleep. No me sonaba, pero conocía a todos los protagonistas, al director,… Me dio mucha rabia y en cuanto volví a casa (por entonces no había ni internet, ni smartphones ni coñas de estas) me puse a buscar hasta que resolví el entuerto. Desde entonces, El sueño eterno es una de mis películas favoritas. La veo una vez al año, a trozos normalmente, porque me lo pide el cuerpo. Este año cayó en cuanto volví de las vacaciones, el 13 o el 14 de agosto. Y no sé ni sabré si el sueño fue eterno pero Lauren Bacall sí que es eterna. Al menos, para mi.